Saber lo que va a pasar.
Huir de las casualidades. Someter al destino. Me consuela pensar que todo esto
es más sencillo cuando controlas las pequeñas decisiones de cada día, cuando
las conviertes en una rutina. Pero si no podemos controlar nuestro futuro al
menos nos queda el consuelo de intentar predecirlo. Supongo que la cuestión es
sentirnos un poco más seguros, que alguien nos diga aunque sea desde unas
líneas impresas en papel reciclado que todo va a salir bien, que nuestros
proyectos van a cumplirse, que hoy puede ser un gran día, nuestro día de
suerte.
El futuro nunca deja de
zarandearnos con sorpresas inesperadas que nos rompen los esquemas y nos hacen
replantearnos todo lo que sabemos. Nunca deja de asombrarnos con nuevas
oportunidades para tomarle el pulso a nuestro espíritu de superación.
Nunca deja de poner a prueba nuestra capacidad de plantar batalla, de volver a
empezar una y otra vez desde la casilla de salida. Nunca deja de demostrarnos
que por mucho que intentemos controlarlo el futuro es impredecible.
Lo único que sabemos a ciencia cierta es que todos avanzamos a un
ritmo de sesenta minutos por hora, hagas lo que hagas, seas quien seas. Da
igual los errores que hayas cometido en el pasado o cuantas veces hayas pedido
perdón. Todos avanzamos por el mismo camino, y me consuela pensar que en este
viaje podemos dejar atrás los tropiezos, las culpas, las caídas. Que
mientras vamos tirando podemos trazar nuestra propia ruta y plantarle cara al
futuro. Es la única manera que se me ocurre de dominarlo.
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