No teníamos muchas cosas en común, no más de las típicas que te unen por la edad. De edades diferentes, la manera de caminar no coincidente y de estatura dispar. Nunca pensábamos igual y nuestras ideas eran diferentes, quizá por eso nuestros diálogos eran tan duraderos.
Yo, dueña de mí misma, él un niño inseguro.
Pero las manos, nuestras manos, parecían haber sido hechas como piezas exactas para encajar una con otra, con los dedos entrelazados para no separarse jamás.
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