martes, 22 de abril de 2014

Veintiún días después


Dicen que cada siete años se cambia de gustos pero yo no estoy del todo de acuerdo.
A mi me han hecho falta trece, y en todo caso podría pensar que se ha adelantado el asunto un año: he descubierto que no me gustan los macarrones con tomate.

Ahora somos capaces de saber los días que llevamos sin comerlos (unos 20 exactamente), y no es precisamente para pedirle a mamá que cambie el menú de turno para que los ponga. Mas bien es porque nos falta un comensal, cuyo plato favorito era este.
Los días se van haciendo mas llevaderos, aunque hay rutinas que están tan arraigadas que aun se hacen de forma automática. Sin querer. 
Aun cierro la puerta del salón cuando voy a dormir, y voy mirando al suelo cunado me levanto esperando encontrar un resto de . Aún muevo la silla de estudio despacito para no arroyar a un supuesto que ya no está. Y como esas, muchas.
Ayer no encontré a nadie que cambiara su colchón por el frío suelo de la cocina y el rico olor de la vitrocerámica. No hubo nada ni nadie que me hiciera cocinar la carne y el sofrito a metro y medio de distancia porque un bloque de dieciocho kilos montara guardia frente al horno. No hubo nadie que esperara bajo la mesa sin dormir esta vez, el mínimo atisbo que indicara el fin de la comida. Nadie de nosotros acabó el plato completamente, al igual que tampoco hubo nadie que se adueñara de las sobras, y ¡mira que resultó curioso!, ayer sobró casi más que nunca, y a papá le cayó mas carne y sofrito que nunca. 
Él también se lo dejó.

Todos nos dejamos ayer, allí, el símbolo de tu recuerdo, unos cuantos de suspiros y muchas caricias al alma.

21 días después, aun a veces espero que aparezcas por cualquier esquina. 

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