lunes, 25 de febrero de 2013

Creo, sí que creo




Aquella tarde, tan lejana en el tiempo como en el espacio, parecía que no iba a llegar nunca jamás. El sol, impaciente por dejar paso a la noche, se puso en la brevedad del momento contradiciendo a la infinidad de palabras que nacían en el instante. Dolía decirlo y más aún pensarlo pues habían sido tantas las aventuras que se esbozaban en esos inmensos recuerdos, tantas historias deseosas de ser escritas en acervos de páginas blancas como la luna vestida de gala en su manto estrellado, que la nostalgia le hacía preso del estupor. 
Aún recordaba aquel alegre contoneo de sus alas batidas en vuelo que refrescaban la brisa de una mala mañana, aquel brillo que iluminaba cada rincón de la cabaña en noches tan oscuras y desordenadas. Aún recordaba el vacío que se llenaba de consuelo cuando aparecía allí, pequeña luz, dando silencio y paz a los tormentos de la memoria. Esos piececillos tan diminutos que se posaban sobre sus hombros y anunciaban la voz que con sutileza susurraba al oído. Tan cerca y tan lejos había estado ella que hasta aquel instante se temía lo peor. Era inevitable que se le viniera a la mente lo infantil que había sido pues su orgullo y prepotencia jugaban sucio en sus momentos de recreo. Sí, es verdad, ¿qué se esperaría de un niño que no quiere crecer? A pesar de que la mayoría de las veces jugaban a ser mayores y a tener grandes responsabilidades. Eso le llevó a pensar en lo estúpido que fue. Había responsabilidades que él desconocía y su ignorancia le hacía volar sin rumbo. Él se lamentaba por no haber volado junto a ella en días túrbidos. Todos esos largos y arduos días borraban el color que una vez teñía Nunca Jamás. Aquel paisaje no era el mismo a pesar de que sobrevolaba cada comisura de su lugar predilecto. El dolor jugaba con él entre árboles y lagunas mientras pedía a gritos la diversión que una vez tuvo, haciéndole preso de la nostalgia maldita. “Pobre niño”, canturreaban los pájaros pero lastimada hada, susurraba la brisa entre soplidos de tempestad. ¿Cuántas veces pudo mirar en la distancia del horizonte para poder encontrarla? “Dichoso orgullo”, replicaba. “Probaré suerte y le escribiré una carta”, continuó. “Tal vez si la guardo en este lugar pueda verla. Oh Campanilla, si supieras lo que te echo de menos… Creo, sí creo”Esta vez jugó a un nuevo juego, muy complicado para él. Consistía en hacerse mayor hasta el punto de tragarse su irritante orgullo y asumir como un adulto sus errores. Voló hasta la más alta palmera, arrancó una hoja y comenzó a escribir. Si le pesaban aquellas palabras que iba escribiendo más le pesaba que todo ese esfuerzo no le sirviera de nada. Sin embargo, él se decía: “No es tan difícil ser mayor, Peter. Ya lo has hecho varias veces. Hay que intentarlo”. Cuando dejó la carta en aquella flor, donde tanto le gustaba a Campanilla sentarse y meditar sus transcendencias, se marchó pensando que quizás ni la leería a tiempo. Estaba equivocado pues antes de poder dar vuelta y media obtuvo respuesta. Allí estaba, en el silencio de la incertidumbre, de lo desconocido si cabe decirlo. Peter llegó volando a su encuentro pero el frío del momento helaba cada movimiento de su cuerpo. Se apartaron a un lugar más tranquilo y comenzaron a hablar. Peter desviaba su vista al horizonte a menudo pues lo que oía le hacía daño. Estaban jugando de nuevo a las responsabilidades y a los errores cometidos. Qué duro es ser mayor. Peter se lamentaba más en sus adentros con la mirada perdida reflejado en su frío silencio. No quería que aquello volviera a suceder, ¿qué sería él sin su lucecilla? ¿y su lucecilla sin él?El juego había terminado. La tensión se disipó como el humo se pierde en el aire de los grandes fuegos que sus amigos los indios encendían en tiempos de paz y reunión. Por instantes, volvieron a ser niños, que esbozaban sonrisas y miradas de cariño. Peter se liberó de la inmensa carga que tantas noches atormentaba sus sueños y se acercó a ella a abrazarla. Era conmovedor, tampoco quería apretar demasiado vaya que sus delicadas alas fueran lastimadas. Le acarició su suave pelo y besó sus mejillas con el fin de ver en ellas más color del que había sido pintado en aquellos días pasados. La volvió a mirar con un pie ya en el aire, dispuesto a salir volando como era costumbre y le dijo: “volveremos a correr nuevas aventuras Campanilla pues que serían ellas sin ti”. Sonrió y alzó definitivamente el vuelo, perdiéndose en la lejanía y dibujando aquella estela verde que siempre dejaba. 

Existen historias con un principio, un desarrollo y un final. Más largas, más cortas. Más interesantes, más aburridas. Esta historia se fundamenta en su desarrollo, tan infinito como el universo que ambos protagonistas luchan jugando por evitar su desenlace. Aburrida, quizás. Sin embargo, una vez le dijo Campanilla con jocosidad a Peter: “A nosotros nos gusta jugar con fuego y así no aburrirnos”, lo que hace de esta historia la mar de interesante. Así pues, diríamos: érase una vez, un niño que no quería crecer y su luz, su vida, su compañera de aventuras, hacían de sus mundos uno sólo y así llenar de trepidantes historias los corazones de todos los niños, lo que en el fondo, ellos también eran.

                                                                                                                                                  Peter Pan 

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