Aquella tarde, tan lejana en el
tiempo como en el espacio, parecía que no iba a llegar nunca jamás. El sol,
impaciente por dejar paso a la noche, se puso en la brevedad del momento
contradiciendo a la infinidad de palabras que nacían en el instante. Dolía
decirlo y más aún pensarlo pues habían sido tantas las aventuras que se
esbozaban en esos inmensos recuerdos, tantas historias deseosas de ser escritas
en acervos de páginas blancas como la luna vestida de gala en su manto
estrellado, que la nostalgia le hacía preso del estupor.
Aún recordaba aquel alegre contoneo
de sus alas batidas en vuelo que refrescaban la brisa de una mala mañana, aquel
brillo que iluminaba cada rincón de la cabaña en noches tan oscuras y
desordenadas. Aún recordaba el vacío que se llenaba de consuelo cuando aparecía
allí, pequeña luz, dando silencio y paz a los tormentos de la memoria. Esos
piececillos tan diminutos que se posaban sobre sus hombros y anunciaban la voz
que con sutileza susurraba al oído. Tan cerca y tan lejos había estado ella que
hasta aquel instante se temía lo peor. Era inevitable que se le viniera a la
mente lo infantil que había sido pues su orgullo y prepotencia jugaban sucio en
sus momentos de recreo. Sí, es verdad, ¿qué se esperaría de un niño que no
quiere crecer? A pesar de que la mayoría de las veces jugaban a ser mayores y a
tener grandes responsabilidades. Eso le llevó a pensar en lo estúpido que fue.
Había responsabilidades que él desconocía y su ignorancia le hacía volar sin
rumbo. Él se lamentaba por no haber volado junto a ella en días túrbidos. Todos esos largos y arduos días
borraban el color que una vez teñía Nunca Jamás. Aquel paisaje no era el mismo
a pesar de que sobrevolaba cada comisura de su lugar predilecto. El dolor
jugaba con él entre árboles y lagunas mientras pedía a gritos la diversión que
una vez tuvo, haciéndole preso de la nostalgia maldita. “Pobre niño”, canturreaban los pájaros pero lastimada hada, susurraba la brisa entre soplidos de tempestad. ¿Cuántas
veces pudo mirar en la distancia del horizonte para poder encontrarla? “Dichoso orgullo”, replicaba. “Probaré suerte y le escribiré una carta”, continuó.
“Tal vez si la guardo en este lugar pueda
verla. Oh Campanilla, si supieras lo que te echo de menos… Creo, sí creo”Esta vez jugó a un nuevo juego, muy complicado
para él. Consistía en hacerse mayor hasta el punto de tragarse su irritante
orgullo y asumir como un adulto sus errores. Voló hasta la más alta palmera,
arrancó una hoja y comenzó a escribir. Si le pesaban aquellas palabras que iba
escribiendo más le pesaba que todo ese esfuerzo no le sirviera de nada. Sin
embargo, él se decía: “No es tan difícil
ser mayor, Peter. Ya lo has hecho varias veces. Hay que intentarlo”. Cuando
dejó la carta en aquella flor, donde tanto le gustaba a Campanilla sentarse y
meditar sus transcendencias, se marchó pensando que quizás ni la leería a
tiempo. Estaba equivocado pues antes de poder dar vuelta y media obtuvo
respuesta. Allí estaba, en el silencio de la
incertidumbre, de lo desconocido si cabe decirlo. Peter llegó volando a su
encuentro pero el frío del momento helaba cada movimiento de su cuerpo. Se
apartaron a un lugar más tranquilo y comenzaron a hablar. Peter desviaba su
vista al horizonte a menudo pues lo que oía le hacía daño. Estaban jugando de
nuevo a las responsabilidades y a los errores cometidos. Qué duro es ser mayor.
Peter se lamentaba más en sus adentros con la mirada perdida reflejado en su
frío silencio. No quería que aquello volviera a suceder, ¿qué sería él sin su
lucecilla? ¿y su lucecilla sin él?El juego había terminado. La tensión
se disipó como el humo se pierde en el aire de los grandes fuegos que sus
amigos los indios encendían en tiempos de paz y reunión. Por instantes,
volvieron a ser niños, que esbozaban sonrisas y miradas de cariño. Peter se
liberó de la inmensa carga que tantas noches atormentaba sus sueños y se acercó
a ella a abrazarla. Era conmovedor, tampoco quería apretar demasiado vaya que
sus delicadas alas fueran lastimadas. Le acarició su suave pelo y besó sus
mejillas con el fin de ver en ellas más color del que había sido pintado en
aquellos días pasados. La volvió a mirar con un pie ya en el aire, dispuesto a
salir volando como era costumbre y le dijo: “volveremos
a correr nuevas aventuras Campanilla pues que serían ellas sin ti”. Sonrió
y alzó definitivamente el vuelo, perdiéndose en la lejanía y dibujando aquella
estela verde que siempre dejaba.
Peter Pan